sábado, 8 de diciembre de 2012

Hugo Koblet: el ciclista con encanto

Vivió rápido, murió joven y dejó un bonito cadáver. Apuesto y elegante, todo un caballero, el suizo Hugo Koblet era pura clase sobre la bicicleta, un genio que dejó su talento a cuentagotas. Ganó un Giro y un Tour, y dos años después se arrastraba por las carreteras debido a una enfermedad venérea que debilitó su organismo. Con sólo 39 años murió victima de un misterioso accidente de circulación al empotrar su coche contra un árbol. Esta es la curiosa historia del dandy que quiso ser ciclista.


Por las calles de Agen, ya en la recta de llegada, repitió su ritual de la victoria. Saca una esponja húmeda y un peine del bolsillo, se lava la cara, se peina con esmero y cruza la meta brazos en alto. Impecable, como siempre. Entonces frena la bicicleta, coge un cronómetro, lo pone en marcha y se sienta a esperar al pelotón. Llegaría, con todos los favoritos de aquel Tour de Francia, dos minutos y 25 segundos después. Una vez más, el ritual del peine y la esponja de Hugo Koblet, el gentleman de descomunal potencia sobre la bicicleta. Pero esta victoria no fue una más de las muchas –setenta- que consiguiera en sus trece temporadas como profesional. Acababa de consumar su obra maestra; una de las más bellas gestas de la historia del ciclismo. La victoria de la locura sobre la razón; la victoria del orgullo sobre el miedo. LA VICTORIA, con mayúsculas.

Y en ese momento de éxtasis no se olvidó de sacar el peine y acicalarse. Esa es la imagen. La imagen que resume toda una vida de grandes éxitos y sonados reveses. La imagen que retrata, como ninguna otra, el carácter de un hombre tan genial como complejo. Un volcán siempre a punto de estallar… Y estalló, de una manera sorprendente, el domingo 15 de julio de 1951. Y estalló en una etapa en apariencia de transición (Brive-Agen, 177 km), sin grandes dificultades montañosas, y que tuvo una curiosa intrahistoria que no se conocería hasta años después.

El día anterior Koblet había pasado uno de los peores ratos de su vida durante los 216 kilómetros de que constaba la 10ª etapa de aquel Tour. Un gran forúnculo en su trasero le provocaba terribles dolores, haciendo que casi no pudiera sentarse en el sillín. Por la tarde, en el hotel, su director, Alex Burtin, llamaba con el mayor secretismo posible a dos médicos de la ciudad para que vieran a su pupilo. No querían que trascendiera la noticia.

El ciclista esperaba encerrado en su habitación, nervioso y muy dolorido. El diagnóstico del primer médico fue contundente: “Hay que sajar el forúnculo”. Aquella operación significaría el abandono del Tour, así que Burtin rechazó esta opción. El segundo galeno repitió el diagnóstico, pero ante la insistencia y desesperación de los suizos les ofreció un remedio para aliviar el dolor: supositorios de cocaína. Por aquel entonces no existían controles antidoping, así que Koblet y Burtin le tomaron la palabra.



“Hasta la meta, claro”

Al día siguiente le dije a Hugo que intentara pasar la etapa lo más tranquilo posible”, recordaría su director años después. Pero el genial ciclista hizo todo lo contrario. Apenas se llevaban 37 kilómetros de etapa cuando, en una pequeña cota, saltó del pelotón con rabia y una velocidad endiablada. Con él se fue el francés Louis Deprez, a quien dejaría fundido pocos kilómetros después. En el grupo, los grandes favoritos ni se inmutaron. Faltaban 140 kilómetros a meta, prácticamente llanos, y aquel ataque les pareció una extravagancia, una locura sin posibilidad alguna de prosperar. Así lo pensó también Alex Burtin.

En cuanto los jueces me dejaron paso, aceleré el coche para buscarle y echarle la bronca por semejante estupidez –explicaría-. Pero me quedé perplejo. Hugo rodaba concentrado, a tope, con un pedaleo redondo y perfecto, tirando de los talones, con los codos doblados y pegados al cuerpo, la cabeza metida en el manillar. Era un espectáculo fantástico. Durante algunos kilómetros conduje el coche varios metros detrás de él, admirado, sin acercarme por temor a romper la magia de aquella escena. Por fin, después de un rato, me puse a su altura y le hablé por la ventanilla. “Hugo, ¿qué haces?”. Me respondió sin girar la cabeza: “No lo sé”. “¿Hasta donde piensas seguir a esta velocidad?”. Entonces me miró, con media sonrisa: “Hasta la meta, claro”.

Poco tardó Koblet, desatado, en alcanzar los tres minutos de ventaja, y entonces los grandes favoritos de aquel Tour (Coppi, Bartali, Bobet, Robic, Magni, Germiniani, Ockers…) empezaron a inquietarse... aunque sólo un poco. Sólo lo suficiente para mandar a sus mejores gregarios a ponerse al frente del pelotón y acelerar el ritmo. Por muy fuerte que rodara el suizo, parecía imposible que un solo hombre pudiera con la sucesión de relevos, perfectamente sincronizados, de los potentes equipos de Italia, Francia y Bélgica [por aquel entonces se corría por escuadras nacionales].

Pero pasaban los kilómetros, y la ventaja no bajaba de aquellos tres minutos. Con un pedaleo potente y redondo, mantenía a raya a todo un grupo de grandes rodadores. Entonces, en una imagen insólita en el Tour de Francia, los jefes de fila en pleno llegaron a un acuerdo para pasar al frente del pelotón y tirar ellos mismos para anular la fuga de Koblet. Ahora sí, era la lucha de un hombre contra una jauría de líderes tirando a muerte, y aquel seguía saliendo victorioso. Fueron 140 kilómetros de agónica persecución, a 38,95 km/h; tres horas y media de lucha sin un momento de respiro. Hasta la meta, claro. La esponja húmeda, el peine, los brazos en alto…



Le pédaleur de charme

Finalmente, dos minutos y 25 segundos para la historia. “Una pequeña ventaja tras un esfuerzo descomunal”, diría Marcel Bidot, director del equipo francés. Aunque no se vistió de amarillo, había dado un golpe de mano al Tour. Tres días más tarde, en la jornada reina de los Pirineos, con paso por el Tourmalet, Aspin y Peyresourde, se fuga junto a Fausto Coppi llegando los dos destacados a meta. Koblet gana la etapa y, esta vez sí, se enfunda un maillot de líder que ya no soltaría. Tanto en las montañas de los Alpes como en la última crono no dejó de aumentar su ventaja, logrando otras dos victorias de etapa. “Gana las carreras como quiere –reconocería entonces Raphael Germiniani, segundo clasificado de la general-. Si Hugo continúa así, venderé mi bici”. En París, aventajó en veintidós minutos a Germiniani, y en veinticuatro al también francés Lazaridès, tercero. Bartali quedaba a 29 minutos, Ockers a 33, Magni a 39, y Coppi a cerca de 47. Había pasado un ciclón.

Hijo de un humilde panadero, Hugo Koblet había nacido el 21 de marzo de 1925 en Zurich, en el seno de una familia de estrecheces económicas. Empezó como profesional del ciclismo en 1946, en pruebas de persecución, especialidad de la que fue ocho veces campeón nacional y dos veces subcampeón mundial. En 1950 se convierte en el primer ciclista no italiano en ganar el Giro de Italia y también se impone en la Vuelta a Suiza. Al año siguiente, conquista el Tour de Francia y derrota a Fausto Coppi en el Gran Premio de las Naciones, prueba contrarreloj considerada por entonces como un Campeonato Mundial. En estos años su fama se dispara, y no sólo por motivos deportivos. Apuesto y educado, siempre preocupado por su aspecto (incluso en los momentos más agónicos de las carreras), fue un ídolo para una generación de jóvenes suizos y causaba furor entre sus innumerables fans. Le apodaban “Le pédaleur de charme”, el ciclista con encanto.

En aquellos inicios de los años 50, Suiza vivía su particular época dorada con la rivalidad de la temible doble K (Kübler-Koblet), ganadores respectivamente de los Tours de 1950 y 1951. Durante dos años, estos dos amigos dominaron el ciclismo mundial. Ambos vivían en Zurich y ganaron un Tour… pero ahí acababan las similitudes porque Ferdi Kübler, el Caballo, y Hugo Koblet, el dandy, eran absolutamente contrapuestos. El primero, desgarbado y de prominente nariz aguileña, locuaz, era todo agallas, una fuerza desatada sobre una bicicleta que movía a golpe de riñones. Sus ataques, precedidos de un grito inhumano, causaban temor en el pelotón Por su parte, nuestro protagonista, el galán de ondulados cabellos rubios y ojos verdes, era reservado y elegante; talento en estado puro.

Koblet era la viva imagen del ciclista completo: potente rodador y notable esprinter, subía bien y descendía aún mejor. Y todo ello sin aparente esfuerzo. Su estilo armonioso sobre la bicicleta -con un pedalear suave y redondo, “como el del mejor reloj suizo”- supuso una revolución para un deporte de guerreros de rostros demacrados, de gente de coraje y agallas más que finos estilistas. En este sentido, su figura fue un soplo de aire fresco y modernidad para el ciclismo. Y fuera de la carrera era un caballero, un tipo comedido y respetuoso que responde a los periodistas con suma educación, buscando siempre las palabras justas para expresarse.



Una estrella que se apaga

Pero Koblet no pudo, o no quiso, resistirse a los encantos que la vida le puso a su alcance. Coches de lujo, mansiones, viajes de ensueño, fiestas y espectaculares mujeres pasaron a formar parte de su día a día. Siempre a toda velocidad, al igual que corría sobre la bicicleta. Este estilo de vida, en exceso desordenado para un deportista, acabaría afectando a su carrera. A finales de 1951 se fue de vacaciones a México, y tras su vuelta nada volvería a ser igual para él. Había contraído una enfermedad venérea que debilitaba su cuerpo y le impedía rendir como hasta entonces había hecho. La estrella del bello Koblet –que brillaba con una intensidad cegadora- empezó a apagarse lentamente.

Su enorme clase todavía le daría para ser segundo del Giro de Italia en dos ocasiones (1953 y 1954) y para obtener alguna victoria de etapa de cierto nivel (en la Vuelta a Suiza, Tour de Romandia. Giro de Italia o Vuelta a España). Pero sus piernas no respondían como antaño, y ya nunca se asemejaría a aquel campeón que asombrara a todos en los dos primeros años de la década de los 50. Tan rápido como llegó a la élite, se desmoronó su imagen de ciclista casi invencible. Pasó a ser uno del montón, y a quedarse en cualquier repecho. Una etapa de la Vuelta a España de 1956 fue su última victoria sobre una bicicleta.

Sus últimos años como profesional fueron especialmente duros. Aún tenía cierto nombre y caché, e intentó aferrarse al ciclismo como la única manera de seguir ganando dinero para mantener su alto ritmo de vida. Entonces disputaba sobre todo carreras en pista, pero su nivel ya era ínfimo. Se retiró en 1958 y montó negocios en Suiza y Venezuela; todos fracasaron y en pocos años dilapidó su fortuna. Adquirió múltiples deudas y tuvo que ver como muchos de sus supuestos amigos le daban la espalda. Además, las broncas con su mujer, la modelo Sonja Bühl, con quien se había casado en 1953, eran constantes.

Por eso, cuando el 6 de noviembre de 1964 estrellaba su Alfa Romeo blanco contra un árbol, a orillas del lago Zurich, muchos dudaron de lo accidental de aquel suceso. “Murió a cien por hora, igual que había vivido”, afirmó el francés Louison Bobet, su rival en tantas carreras. Al igual que ocurriera antes con el actor James Dean, aquel accidente y su pronta desaparición agrandaron la leyenda del pédaleur de charme. Hugo Koblet, el ciclista con encanto, el gentleman que maravilló a los aficionados al ciclismo, vivió rápido, murió joven y dejó un bonito cadáver. Todo un caballero; todo un artista.



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