jueves, 29 de abril de 2010

La lista de Gino

Dos Tours de Francia, tres Giros de Italia, más de un centenar de victorias, decenas de montañas conquistadas a golpe de pedal… Gino Bartali (1914-2000) fue uno de los más grandes ciclistas del siglo XX. Pero la biografía del bravo corredor toscano dio un vuelco radical tres años después de muerto, al salir a la luz su faceta más heroica. Era un ídolo nacional, un mito, y aprovechó esa fama en la Italia fascista de principios de los 40 para salvar la vida de cientos de judíos.


Gino el piadoso, Gino el hombre de hierro, Gino el fraile volador… Son sólo algunos de los apodos con que se conocía al ciclista toscano, profundamente religioso y de una descomunal fortaleza física y mental. Ganó el Giro de Italia en 1936, 1937 y 1946; en 1938 se impuso, aún estando enfermo, en el Tour de Francia, carrera que ganó de nuevo en 1948, cuando ya era conocido como Gino el abuelo. Nunca se conformaba con ser segundo y no había puerto de montaña que se le resistiera. El parón de más de un lustro en todas las competiciones deportivas por la Segunda Guerra Mundial impidió que su palmarés fuera mucho más amplio. Pese a ello, cerró sus 19 años de profesional con 124 victorias en todo tipo de carreras.

Pero el gran Gino, San Gino, escondía un secreto, secreto con el que se fue a la tumba el 5 de mayo de 2000 y que fue descubierto tres años después de manera casual, como se descubren las cosas importantes de la vida. Quiso el destino que en ese año 2003 Piero y Simona, los hijos de Giorgi Nissin, un contable hebreo de Pisa, encontraran el diario de su padre en el que narraba, con todo lujo de datos y detalles, el riguroso plan de salvación de judíos que ideó y dirigió en la Italia fascista de principios de los 40, en una especie de versión italiana de La lista de Schindler. Y en aquel diario aparecía de manera inequívoca el nombre de Gino Bartali, quien jugó un papel fundamental en toda esta historia.

¿Quién mejor que un ciclista de su fama, todo un mito nacional, un campeón orgullo de su país, para convertirse en el portador de documentos comprometedores y pasaportes falsos? Bartali, quien se había introducido en la red clandestina de Nissim, de profundas raíces católicas, recorría las carreteras de media Italia realizando sus entrenamientos a la vez que llevaba escondidos en su bicicleta, ocultos bajo el asiento o en el interior de los tubos de su Legnano roja y verde, tan sensibles documentos, gracias a los cuales cientos de judíos italianos perseguidos (se calcula que unos 800) pudieron “cambiar de identidad” y librar la muerte.


Pedaladas solidarias
En estas largas travesías en bicicleta que -mitad entrenamiento, mitad misión humanitaria- realizó entre 1942 y 1944, el campeón italiano llevaba su nombre visiblemente escrito en el maillot para que los oficiales fascistas no tuvieran la tentación de registrarle o arrestarle. Fue detenido en varias ocasiones en los puestos de control rutinarios, pero casi siempre lograba convencerles de que no había nada de extraño en pasearse en bicicleta por aquellas carreteras en plena Guerra Mundial. “Tengo que entrenarme para mantener la forma y poder defender a mi país en las competiciones futuras”, les decía. En un principio, su popularidad le otorgó un alto grado de indulgencia, y con frecuencia la conversación derivaba amigablemente hacia cuestiones ciclistas.

En una ocasión, sin embargo, fue conducido a Villa Trieste, como se conocía al acuartelamiento fascista de Florencia, donde acostumbraban a realizarse duros interrogatorios y torturas. Su actitud en esas largas cabalgadas sobre la bicicleta y su conocida cercanía a ciertos grupos católicos habían despertado las sospechas de los camisas negras. “Nadie puede impedirme montar en bicicleta”, les dijo Bartali, quien prosiguió algunos meses más con su labor de correo clandestino. Siempre dijo sentirse obligado a cumplir con el precepto cristiano de ayudar al prójimo, aunque tuviera que arriesgar su vida en el empeño.

La red clandestina y salvadora de Giorgio Nissim funcionaba gracias a la cooperación del arzobispo de Génova, de diversas órdenes de religiosos y monjas, y de la Acción Católica, entre cuyos miembros más comprometidos se encontraba, desde 1935, el campeón italiano. La salvación de estos cientos de judíos perseguidos se produjo por la solidaridad de empresarios, religiosos y miembros de la resistencia, pero no hubiese sido posible sin la labor de postino, sin las pedaladas solidarias, del gran Gino, San Gino.




Bartali el piadoso
Nacido el 18 de julio de 1914 en Ponte a Ema, localidad cercana a Florencia, el joven Gino llegó al mundo del ciclismo de forma casual. Mientras estudiaba el Bachillerato, su padre le convenció para que trabajase después de las clases en las oficinas de un vecino, Óscar Casamonti, dueño de un comercio de bicicletas. Como pago por su trabajo le regaló una bicicleta y le convenció para que empezara a participar en pruebas ciclistas, en las que pronto destacó gracias a sus extraordinarias condiciones físicas.

Educado de manera muy religiosa, siempre se comportó con una admirable bondad, que ejercía de forma discreta. Así, defendió a Giovanni Valetti, campeón del Giro en 1938 y 1939 y declarado comunista, de una agresión por parte de fascistas, e incluso ayudó a sacarlo de la cárcel, donde fue enviado por sus ideas. Siempre dormía con una imagen de la Virgen en la cabecera de su cama y construyó una capilla en su honor. Educado, amable y solícito con todos, en una ocasión contestó así a un periodista que le preguntaba el porqué de su comportamiento: “Así se acordarán de mí y, cuando esté solo en mi tumba, con todo el tiempo para descansar, vendrán a darme conversación para que no me aburra”.

Bartali aprovechaba cualquier ocasión para dejar constancia de su fe. En 1937, con sólo 23 años, debutó en el Tour de Francia después de haber conquistado ya dos Giros de Italia. Tras una espectacular victoria en Grenoble, con exhibición incluida en la subida al Galibier, se enfundó el maillot de líder. Pero al día siguiente, en una dura etapa de montaña, se cae por un barranco y acaba en un río, llegando a la meta con más de 15 minutos de retraso. Esa caída le obligaría a abandonar, pero lejos de mostrarse contrariado por el accidente, da gracias a Dios: “Estaba conmigo. Sin él, mi caída pudo haber sido más grave”.


Coppi-Bartali: un duelo de leyenda
En 1940 irrumpe con fuerza en el panorama ciclista mundial un joven Fausto Coppi, quien gana su primer Giro corriendo en el mismo equipo que el consagrado Bartali. Entonces se inicia una rivalidad única que divide a la afición italiana. El veterano contra el joven; el ciclista inteligente y calculador contra toda una furia desatada sobre la bicicleta; el devoto de Dios votante de la Democracia Cristiana contra el ateo e izquierdista; el hombre tranquilo de vida intachable contra el irreverente de vida disoluta, según los cánones de la conservadora sociedad italiana de entonces. En definitiva, Gino contra Fausto, Bartali contra Coppi, un duelo de antagonistas sin igual en la historia del deporte. Ambos compitieron durante una década por las mismas carreras, las mejores del mundo; protagonizaron duelos épicos en las más empinadas montañas; fueron rivales encarnizados en la carretera y, sin embargo, amigos fuera de ella.

Bartali siguió compitiendo hasta finales de 1953. En esa temporada, con 39 años, aún fue capaz de ganar por quinta vez la Vuelta a la Toscana y la Vuelta a Reggio-Emilia. Pero el 15 de noviembre de ese año, en un trayecto entre Milán y Como, estuvo a punto de perder la vida al ser arrollado por un coche mientras montaba en bicicleta. El accidente le produjo graves heridas en una rodilla y supuso su adiós al ciclismo profesional. Se retiró con la única amargura de no haber ganado nunca un Campeonato del Mundo.

Falleció el 5 de mayo de 2000 en su domicilio de Ponte a Ema, a consecuencia de un infarto. Gino el piadoso, Gino el hombre de hierro, Gino el fraile volador, San Gino, el hombre que salvó la vida a golpe de pedal a cientos de judíos, quiso ser enterrado, no con el maillot amarillo del Tour ni con la maglia rosa del Giro, sino con el mantello de terciario carmelitano. Esa fue su mejor carrera; ese fue su mejor triunfo.


Leer más...

lunes, 12 de abril de 2010

El crimen de Moacyr Barbosa

“En Brasil, la mayor pena que establece la ley por matar a alguien es de 30 años de cárcel. Hace casi cincuenta años que yo pago por un crimen que no cometí y sigo encarcelado; la gente todavía dice que soy el culpable”. Moacyr Barbosa, el buen portero carioca, quedó marcado por los siglos de los siglos por aquel partido, conocido como el Maracanazo, una sorpresa mayúscula, uno de los mayores shocks colectivos que recuerda el mundo del fútbol. Su historia muestra, como pocas, la grandeza y miseria de este deporte, en el que la pasión y la locura conviven peligrosamente.


200.000 palomas esperaban ser lanzadas al aire para celebrar el triunfo, y se habían encargado cientos de miles de globos, pañuelos, corbatas y otros muchos souvenirs con la inscripción “Campeaos do mundo” y los nombres de los jugadores cariocas. El 16 de julio de 1950 todo estaba preparado para la gran fiesta; aquel día se disputaba el último partido de un torneo que debía coronar a Brasil, el gran favorito, el único favorito, como campeón de la Copa del Mundo.

Jugaban en casa, en el colosal Maracaná, el mayor estadio del mundo, repleto de 203.000 hinchas, tenían el mejor equipo –con una delantera letal que aunaba técnica y pegada, formada por Zizinho, Chico, Jair y el máximo goleador del campeonato, Ademir-, habían desarrollado un fútbol de ensueño en los encuentros previos… y además les bastaba con un empate ante Uruguay. Y es que este partido no era propiamente la final, sino el último y decisivo de una liguilla de cuatro equipos, en la que Brasil ya había cosechado dos contundentes victorias (7-1 ante Suecia y 6-1 ante la España de Zarra, Gainza, Molowny y Ramallets), por una apurada victoria (3-2 ante los suecos) y un empate (2-2 ante los nuestros) de los charrúas.

Antes del partido, el ambiente era de contenida euforia; nadie en su sano juicio osaba dudar del éxito brasileño. ¿Cómo podían hacer otra cosa que no fuese ganar? Tenían de su lado la fuerza de la razón, la fuerza de la pasión, y el apoyo de todo un país volcado con su equipo. El inflamado discurso del Gobernador del Estado de Río, minutos antes del partido, no deja lugar a dudas sobre el estado de ánimo que se vivía entonces: “Vosotros brasileños, a los que considero vencedores del torneo… vosotros jugadores, que en unas horas seréis aclamados como campeones por millones de compatriotas… vosotros que sois tan superiores a cualquier otro competidor… vosotros a quienes ya saludo como conquistadores”.


Maracaná enmudece
Brasil domina con suficiencia el primer tiempo (Jair estrella un balón en el poste, y el portero uruguayo, Máspoli, realiza numerosas paradas de mérito) y se adelanta en el marcador por medio de Friaça nada más iniciarse el segundo (minuto 47). Todo parece decidido, pero los sorprendentes goles del fino interior zurdo Pepe Schiaffino (minuto 65) y de Alcide Ghiggia (minuto 83) cambian el curso de la historia. “Sólo tres personas han conseguido silenciar Maracaná: El Papa, Frank Sinatra y yo”, dijo décadas después el bigotudo y rapidísimo extremo uruguayo.

El final del partido se vivió como un funeral colectivo. Jules Rimet, presidente de la FIFA, tuvo que entregar la Copa al capitán uruguayo, Obdulio Varela, a escondidas. No hubo himno nacional en homenaje al país ganador, no hubo discursos ni guardia de honor… El país quedó instalado en un impresionante estado de shock, depresión y vergüenza; 50 millones de brasileños lloraron la derrota, hubo infartos e incluso algún suicidio. "En todas partes tienen su irremediable catástrofe nacional, algo así como un Hiroshima. Nuestra catástrofe, nuestro Hiroshima, fue la derrota ante Uruguay en 1950", diría años después el escritor brasileño Nelson Rodrigues. Pronto, algunos hinchas empezaron a apuntar su rabia contra los miembros del equipo nacional. El entrenador, Flavio Costa, tuvo que abandonar Maracaná 24 horas más tarde disfrazado de mujer. Pero el principal culpable tenía nombre propio: Moacyr Barbosa.

Las 200.000 palomas que estaban preparadas no surcaron el aire en libertad –al menos aquel día- y cientos de miles de souvenirs acabaron en la basura, como a la basura se fue la vida de nuestro protagonista, maldito a partir de entonces, estigmatizado para siempre por aquella derrota. Su crimen: dudar si atajar o despejar en la jugada del segundo gol uruguayo. Así relataría el propio Barbosa, años después, la jugada por la que fue condenado de por vida: “Fue un disparo disfrazado de centro. Creía que Ghiggia iba a centrar, como en el primer gol. Tuve que volver. El balón subió y bajó. Llegué a tocarla, creía que la había desviado a córner. Cuando escuché el silencio del estadio, me armé de coraje y miré para atrás. Ahí estaba la pelota”.


El hombre que hizo llorar a todo Brasil
Nacido el 27 de marzo de 1927 en Campinas de Sao Paulo, Moacyr Barbosa comenzó su carrera profesional con apenas 15 años en las filas del Ypiranga de Sao Paulo. En 1945, considerado ya una gran promesa, fue contratado por el poderoso Vasco de Gama, conjunto que le catapulta a la portería de la selección carioca tan sólo un año después. Seguro, elástico y dotado de un excelente sentido de la colocación, pronto se consolida como el mejor portero brasileño del momento, e incluso se habla de él como de uno de los mejores cancerberos de la historia del fútbol de su país. Con Vasco de Gama conquista el Campeonato carioca en 1945, 47, 49 y 50, y su actuación resulta providencial (detiene un penalti al delantero de River Plate, Labruna) para hacerse también con la Copa Sudamericana de clubes en 1948. Sin embargo, aquella actuación –o mejor dicho, aquella desafortunada jugada- marcó para siempre su vida y su carrera deportiva.

Señalado perpetuamente, despreciado, las puertas de la selección brasileña se le cerraron definitivamente aquel día. Cualquier otro se hubiese hundido en la más absoluta de las miserias pero Barbosa, dotado de una gran personalidad, se empeñó en seguir demostrando que era uno de los mejores porteros de la época. Continuó jugando a buen nivel en Vasco de Gama hasta que en 1953, en un encuentro contra Botafogo, recibió una violenta entrada del delantero rival Zezinho. El resultado: fractura de la tibia y el peroné, y seis meses sin poder pisar un campo de juego. Fue el principio del fin de su carrera al más alto nivel.

Todavía jugaría algunos años más en otros equipos menores como Santa Cruz de Recife, Bonsucesso y Campo Grande, conjunto en el que se retiraría tras más de quince años de profesional. Paradojas del destino, una vez retirado de la práctica del fútbol trabajó como empleado de mantenimiento en el estadio de Maracaná, el mismo en el que vivió su caída a los infiernos. Años después, cuando decidieron cambiar las ya vetustas porterías, Barbosa pidió quedarse con aquella en la que encajó el fatídico gol. Quemó las maderas, pero no pudo hacer desaparecer con la misma facilidad el desprecio de la gente. “Fue una tarde de los años 80, en un mercado. Me llamó la atención una señora que me señalaba con el dedo, mientras le decía en voz alta a su chiquito: “Mira hijo, ese es el hombre que hizo llorar a todo Brasil” –recordaría años después-. Si no hubiera aprendido a contenerme cada vez que la gente me reprochaba aquel gol, habría terminado en la cárcel o en el cementerio hace mucho tiempo”.

En los últimos años de su vida, aún habría de vivir otro episodio de rechazo y humillación pública. En 1993 la selección brasileña se encontraba concentrada en vísperas de un partido de clasificación para el Mundial de Estados Unidos. Mario Zagallo, entonces ayudante de Carlos Alberto Parreira, le impidió entrar en la concentración para que saludara a los jugadores por miedo a que gafara al equipo. “Fue un gran portero, debería ser recordado por sus grandes momentos con la selección, no por aquella final”, comentó el cancerbero brasileño Dida durante el Mundial de Alemania 2006. "Barbosa no falló. Tiré casi sin ángulo y él pensó que iba a dar el pase atrás, como hice en el primer gol con Schiaffino. Por eso dejó un espacio", recordaba en 2006 un anciano Ghiggia. Moacyr Barbosa, el ágil y seguro portero carioca, el hombre marcado de por vida por un crimen que no cometió, falleció en Sao Paulo el 7 de abril de 2000 a la edad de 73 años.


Leer más...